Hijo de la entropía
“Uno podría inventarse un pasado que no tuvo y sería como si lo hubiera vivido de verdad.”
»Erase una vez una Constelación llamada Calandrea; en la Constelación había una Galaxia Espiral, en esta Galaxia una Nube Negra, en la Nube cinco constelaciones séxtuples, en la quinta constelación un sol lila, muy viejo e incluso medio ciego, alrededor de este sol giraban siete planetas, el tercer planeta tenía dos lunas, y en todos estos soles, estrellas, planetas y lunas ocurrían, de acuerdo con las normas estadísticas, cantidades de cosas y cositas. En el segundo sol de la quinta constelación de la Nube Negra de la Galaxia Espiral de la Constelación de la Calandrea había un vertedero de basuras que hubiera podido estar en cualquier otro planeta o luna: muy normal, es decir, lleno de basura y toda clase de desperdicios. Aquel muladar se formó a consecuencia de un conflicto hidrogénico y nuclear entre los Aberricidas Glauberianos y los Albumenses Lilíacos, que convirtió los puentes, caminos, casas, palacios e incluso a ellos mismos en chamusquina y jirones de hojalata. El viento meteorítico llevó luego estos desperdicios al lugar de que estamos hablando. Durante siglos y siglos no ocurría ni había allí nada salvo basura. Sólo una vez, durante un terremoto, la mitad de los desperdicios que se encontraban en el fondo emergieron a la superficie y la otra mitad, la de la superficie, bajó al fondo; la cosa en sí no tenía ninguna importancia, pero preparó un fenómeno importante. He aquí lo que sucedió:
El famoso constructor Trurl, de paso por aquella región, fue deslumbrado por un cometa de cola chillona y, para ahuyentarlo, empezó a tirar por la ventana de su nave espacial las cosas que tenía al alcance de la mano. De este modo se fue al espacio cósmico un juego de ajedrez de viaje, con figuras huecas por dentro, que Trurl solía llenar de coñac; un barril de pólvora que los Varlayos de la estrella Cloreley no consiguieron inventar, y varios utensilios de cocina, entre ellos, una vieja cazuela de barro resquebrajada.
La cazuela, habiendo adquirido la velocidad acorde a las leyes de la gravitación y aumentada por la cola del cometa, dio de pleno contra la pendiente encima del vertedero; cayó más abajo en un charco, resbaló sobre el lodo, descendió entre la basura y chocó con una chapita ligeramente oxidada que bajo el impulso se enrolló sobre un trozo de alambre de cobre; entre los bordes de la chapa penetraron unos fragmentos de mica y ya hubo un condensador. El alambre rodeó la cazuela dando origen a un solenoide primitivo, y una piedra, movida por la cazuela al caerse, empujó un trozo de hierro cubierto de orín que era un imán viejo. De este movimiento nació una corriente que desplazó otras dieciséis chapas y alambres provocando la disolución de sulfuros y cloruros, cuyos átomos se adhirieron a otros átomos. Las moléculas, entremezcladas, empezaron a sentarse a horcajadas sobre otras moléculas, hasta que en medio del vertedero se hizo de todo esto un Circuito Lógico y cinco más, además de los dieciocho supletorios que nacieron allí donde la cazuela se había roto finalmente en trozos.
Aquella misma noche se arrastró fuera del muladar, junto al charco que ya se había secado, Yonamás Autohijo de este modo creado, que no tenía padre ni madre y era su propio hijo, ya que su padre era Azar y su madre, Entropía. Salió Yonamás del vertedero de basuras ignorando totalmente que la probabilidad de su existencia era del orden de uno contra cien supergigacentillores elevados a hexaptillónima potencia, de modo que se puso a andar tranquilamente hasta que llegó al charco siguiente, en el cual, gracias a que éste aún no se había secado, pudo contemplar su reflejo arrodillándose en la orilla.
Se contempló y vio en el espejo del agua su cabeza enteramente accidental, con orejas como dos barras de pan mal formadas, la izquierda sesgada y la derecha quebrada, su tronco casual y desmañado, hecho de cualquier manera con toda clase de trocitos de hojalata, cilíndrico en algunos sitios porque había rodado sobre sí mismo al salir a rastras de entre la basura, más estrecho en el centro a modo de cintura, ya que había chocado allí al tropezar con una piedra al borde del muladar. Al ver sus manos, confeccionadas con unos desechos, y sus piernas, todavía más chapuceras, las contó: tenía por pura casualidad dos manos y dos piernas, al igual que ojos; Yonamás sintió una admiración sin límites hacia sí mismo, embelesado por la esbeltez de su figura, la duplicidad de sus miembros y la redondez de su cabeza, de modo que exclamó en voz alta, extasiado:
—¡A fe mía! ¡Soy encantador e incluso perfecto, lo que implica incontestablemente la Perfección de Toda la Creación! ¡Oh, cuánta bondad debe de tener el que me ha creado!
Después echó a andar, renqueando, perdiendo sus tornillos mal ajustados ―nadie los había apretado como es debido―, y tarareando himnos en homenaje a la Armonía Preestablecida. Al séptimo paso dio un traspié porque su vista no era perfecta y se precipitó de cabeza otra vez al muladar, donde permaneció durante los 314.000 años siguientes, sin hacer otra cosa que llenarse de orín, descomponerse y sufrir una corrosión generalizada: como al caer se había dado un porrazo en la cabeza, se le hicieron unos cortocircuitos que lo mantuvieron todos aquellos años en un estado de coma profundo.
Después ocurrió que un comerciante que transportaba en su desvencijada nave un cargamento de anémonas para los Bandípodas del planeta Nogordo, se peleó con su ayudante en las cercanías del sol lila y le tiró sus zapatos a la cabeza. Un zapato rompió la ventana y voló al espacio; su órbita sufrió unas perturbaciones, ya que el cometa ―que en su día había deslumhrado a Trurl― volvía a encontrarse otra vez en el mismo sitio, de modo que el zapato, sólo ligeramente chamuscado por el frotamiento atmosférico, cayó, girando lentamente, sobre la luna, rebotó de una pendiente y dio una patada a Yonamás, tendido sobre la basura. Quiso la casualidad que el ímpetu y el ángulo de la patada fueran de tal naturaleza que, debido a las fuerzas centrífugas, las presiones de radiación y el momento magnético atómico, pusieron de nuevo en marcha el cerebro de aquel ser accidental. El fenómeno pudo tener lugar gracias a que el puntapié precipitó a Yonamás en un charco vecino, donde se le disolvieron los cloruros e ioduros, el electrolito le borboteó en la cabeza y nació en ella una corriente que se paseó por los recovecos del cerebro, hasta que Yonamás se sentó en el lodo y pensó: «¡Creo que existo!».
Sin embargo, no fue capaz de pensar ninguna otra cosa durante los dieciséis siglos siguientes, en cuyo transcurso lo regaba la lluvia, lo abollaba el granizo y le crecía la entropía, hasta que al cabo de 1.522 años, un pajarito que sobrevolaba el muladar huyendo, despavorido, de un ave rapaz, se alivió el vientre para aumentar su velocidad, y atinó a Yonamás en la frente; se produjo una excitación y un reforzamiento, y Yonamás estornudó y dijo para sus adentros:
―¡Es cierto que existo! No me cabe la menor duda. Sin embargo, he aquí una cuestión: ¿quién es el que dice "existo"? Es decir, ¿quién soy yo? ¿Cómo encontrar la respuesta? Evidentemente, si además de mí hubiera algo, cualquier cosa, que me sirviera de punto de referencia y comparación, el problema sería menos arduo; lo malo es que no hay nada, según veo, ya que no veo absolutamente nada. De modo que sólo yo existo y constituyo la propia universalidad de las posibilidades, puesto que puedo pensar lo que quiero. Sí, de acuerdo, pero ¿qué soy yo? ¿Un vacío pensante o qué?
En efecto, Yonamás ya no tenía sentidos, porque se habían estropeado y deshecho durante los siglos pasados por la implacable soberana enamorada del Caos, la despiadada Entropía. Por tanto no veía ni a la madrecharca, ni al padrelodo, ni al mundo entero; no se acordaba de lo que le había pasado, y lo único que podía hacer era pensar. Como esta actividad era la única posible para él, se dedicó plenamente a ello.
―Haría falta —se dijo— colmar el vacío que soy, para romper su insoportable monotonía. Ideemos algo. Lo ideado será una realidad, dado que sólo existen nuestros pensamientos.
Por lo visto se le subieron un poco los humos a la cabeza, ya que pensaba en sí mismo en plural.
―¿Sería posible —siguió diciéndose— que existiera algo fuera de mí? Admitamos por un momento que sí, aunque suene a inverosímil y loco. Demos a aquello el nombre de Gozmoz. ¡De modo que existe un Gozmoz, y yo dentro de él, como su parte integrante!
Aquí Yonamás interrumpió el curso de sus ideas, reflexionó y llegó a la conclusión que su hipótesis carecía de bases: no había para establecerla ni razones, ni premisas, ni argumentos, ni postulados; consideró, pues, que no era más que una mera pretensión y usurpación suya, se avergonzó mucho y se dijo:
―De lo que hay en mi exterior, si es que hay algo, no sé nada. Sin embargo, sobre lo que está en mi interior lo sé todo: basta que lo piense. ¿Y quién sino yo mismo, ¡qué diablos!, puede conocer mis pensamientos?
Y Yonamás, convencido, volvió a idear el Gozmoz, pero lo estableció esta vez dentro de su propio ser espiritual, porque le parecía que este modo de pensar era más modesto, más decente y más afín al objetivo realista que perseguía. Después empezó a llenar su Gozmoz de un sinfín de cosas pensadas. Como le faltaba aún práctica, ideó primero a los Estrépticos, que se ocupaban de destripar todas las cosas, y luego a los Fagócilos, aficionados a tragarse lo que se les ponía delante. Nada más ideados, se pelearon los Fagócilos con los Estrépticos por la tragancia, de tal modo que a Yonamás Basurero le dio un fuerte dolor de cabeza, siendo la migraña el único logro que la creación del mundo le proporcionó.
Sus ulteriores intentos creativos fueron ya más previsores: empezó por idear cuerpos esenciales, tales como un gas noble o elemento perfecto, el Calsonio, y un elemento espiritual, el Soñalio, pasando luego a multiplicar las existencias, no sin cometer errores; pero, como al cabo de unos siglos adquirió más experiencia, su Gozmoz estaba bastante bien ideado. Moraban en él varias tribus, entes, seres y fenómenos cuya vida no era desagradable, ya que las leyes que en aquel mundo regían eran muy liberales. A Yonamás no le gustaban las normas severas y los reglamentos de cuartel que implanta la Madre Naturaleza ―a la que él ni conocía ni sabía de su existencia―.
El universo yonomasiano estaba lleno de maravillosa fantasía; las mismas cosas ocurrían en él de maneras diferentes: una vez así, otra vez asá, sin ninguna razón aparente. Si alguien debía desaparecer, siempre se encontraba en el último momento un modo de evitarlo, ya que Yonamás decidió hacer caso omiso de los acontecimientos irreversibles. En sus pensamientos, la vida era buena para los Gondrales, los Calsonios ―que explotaban el Calsonio―, los Clofundros, los Benignos y los Otrincos, sin que nada cambiara durante siglos.
Al cabo de mucho tiempo a Yonamás se le desprendieron sus manos fabricadas de desechos y sus piernas chapuceadas de desperdicios; el orín coloreó las aguas del charco en torno a su figura, antaño tan arrogante, y su tronco iba hundiéndose lentamente en el limo del cenagal. Justo entonces estaba extendiendo con amor y esmero unas constelaciones nuevas en las tinieblas eternas de su conciencia que era su Gozmoz, con el empeño desinteresado de no olvidar a ningún ser creado por su pensamiento. Le dolía mucho la cabeza, pero no se daba un momento de descanso, porque sabía que era necesario para su Gozmoz y se sentía cargado de responsabilidad hacia él. Pero el orín tomó mientras tanto sus chapas externas, y el cascote del fondo de la cazuela de Trurl, que milenios atrás lo había llamado a la existencia, se le acercó lentamente, empujado por el ligero vaivén de las olas, cuando ya sólo emergía del agua su malparada cabeza.
Y ocurrió que en el preciso momento en que Yonamás había ideado a una Baucis encantadora y diáfana y a su fiel Ondragor, cuando la enamorada pareja caminaba entre los soles oscuros de su imaginación, hablándose en voz queda en medio del silencio de todos los pueblos del Gozmoz, reventó el cráneo oxidado bajo el leve choque de la cazuela, el agua penetró en las espiras de alambre de cobre y apagó los circuitos lógicos, y el Gozmoz yonomasiano se hundió en la nada, la más perfecta de las perfecciones.
»Y los que lo habían originado, nunca se han enterado de ello». *
* En "Ciberiada" de Stanislaw Lem, parte del cuento "De las tres máquinas Fabulistas del Rey Genialón".
Comentarios
Publicar un comentario